Los habitantes de las ´smart cities´ serán clave para converger hacia unas ciudades más participativas, competitivas y sostenibles La tecnología confiere un rol activo a las personas, los mejores sensores de las incidencias del entorno

¿Qué queda de la democracia de la antigua Grecia, cuna de la civilización occidental, donde las asambleas de ciudadanos decidían el futuro de las polis? Eran ciudades con pocos habitantes y eso hacía posible que todos los hombres libres se sucedieran en el poder. Con el paso de los siglos, las urbes han ido aumentando en densidad de población y superficie, y la capacidad de influencia del ciudadano ha menguado de forma inversamente proporcional, asumiendo un rol cada vez más pasivo en la gestión de su entorno. Paradojas, la tecnología, tantas veces criticada por deshumanizar la sociedad, puede contribuir a que el ciudadano recupere poco a poco el protagonismo perdido.

En los próximos 40 años, el 75% de la población mundial vivirá en ciudades, una cifra que obliga a un replanteamiento urbanístico para evitar el colapso socioeconómico y el desastre medioambiental. Las tecnologías de la información son las herramientas para poder procesar ese cambio necesario, pero ninguna smart city es posible sin el ciudadano inteligente, auténtica alma del proceso y gran beneficiario de la transformación. “En esas urbes, los habitantes son sensores para recopilar información del entorno, detectar anomalías y mapearlas, pero también para aportar creatividad”, resume Peter Hirshberg, consejero delegado de The Reimagine Group y participante en el congreso mundial Smart City Expo, que acoge la Feria de Barcelona a partir de mañana.

Un ejemplo del ciudadano sensor está en la ciudad de Boston (EEUU), que ha creado una aplicación diseñada para smartphones capaz de detectar socavones en el asfalto. Al registrar una sacudida brusca en los trayectos en coche, envía un aviso al ayuntamiento con la geolocalización del agujero para que pueda repararse. Con un ínfimo esfuerzo del individuo, mejoran las infraestructuras, se ahorran recursos públicos y, además, hay premio: el vecino verá reducidas sus tasas municipales. Empresas de todo el mundo ya piden a los ciudadanos que a través de sus dispositivos móviles transmitan datos de polución y contaminación acústica. Estadísticas que, por ejemplo, querrán consultar las familias que piensen en mudarse de barrio.

La democratización de la información es una de las claves que explica el tremendo potencial de las urbes inteligentes. Si los ciudadanos pueden acceder a las valiosas bases de datos recabadas por administraciones públicas durante décadas, es muy probable que de entre las masas surja alguien con una idea genial, en la que nadie había reparado hasta entonces.

Para Peter Hirshberg, las ciudades más inteligentes sabrán mejorar su horizonte con una fórmula “transversal e inclusiva”, en la que la participación ciudadana será “fuente vital de desarrollo e innovación”. Así, la metrópoli será un espacio más competitivo, con una “Administración transparente”, en la que los ciudadanos, que conocen como nadie los problemas del barrio, comprobarán con qué eficiencia se están resolviendo todos ellos.

Aunque no lo parezca, muchos de esos problemas son comunes en ciudades de los cinco continentes, por lo que merece la pena compartir experiencias para afrontar los desafíos que depara el futuro. A partir de esa idea nace el City Protocol, proyecto impulsado por Barcelona que engloba a empresas, universidades y urbes de todo el mundo para que las mejoras en sostenibilidad, eficiencia y servicios mejoren la calidad de vida de los vecinos de una ciudad española y también de los de cualquier barrio de Lima, Maputo o Estambul.

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